“El método salvaje”: enseñanzas del colombiano Juan José Hoyos sobre la crónica

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¿Cómo testimoniar la realidad? Este libro, sin fecha de caducidad, hace un intento para estudiar los modos para contar la realidad contemporánea en América Latina. Y lo hace desde varias perspectivas: “desde el estudio metódico del crítico al reflexivo experiencial del cronista”, escribe la editora Graciela Falbo en la introducción de “Tras las huellas de una escritura en tránsito: La crónica contemporánea en América Latina”.

“Si por un lado se trata de cartografiar determinadas marcas que aparecen en las crónicas contemporáneas buscando algunas pistas reveladoras de la especificidad del género, por el otro los textos irradian los sentidos que una escritura adquiere como vocación de trabajo periodístico cuando ésta estabiliza o desafía, registrando en el espesor de lo narrado, las representaciones que configuran una memoria colectiva. O cuando intenta captar los sentidos de fuerzas independientes en un mundo como el presente cada vez más difícil de controlar”.

El libro tiene ocho capítulos, pero hay uno que vamos a compartir en este espacio. Es un fragmento del periodista y escritor colombiano Juan José Hoyos*:

1. La ley del corazón

 

Lo conocí cuando había intentado ya dos veces abandonar el periodismo… No es fácil abandonar lo que uno ama. Era bajito, pero parecía un tronco grueso de madera dura, traído de lo más hondo de la selva. Tenía unos cuarenta años. Era un indio embera que había nacido en una vereda de Frontino, en las montañas del occidente de Antioquia, al noroeste de Colombia, y ahora vivía en Murindó, un caserío situado en las selvas del río Atrato, una de las zonas más húmedas del mundo. Estaba estudiando con algunos jaibanás viejos para aprender a ser chamán.

Se llamaba José Joaquín Domicó. En lengua embera, tenía el nombre de Janyama. Entre sus amigos, lo llamaban Karagabí, el nombre de su Dios, porque unas monjas católicas lo pusieron a hacer el papel de Karagabí en una obra de teatro. Trabajaba con la Organización Indígena de Antioquia en el proyecto de reconstrucción de Murindó, un caserío de la región del Atrato que fue destruido por un terremoto en 1992.

La idea de que hablara con él había sido de la antropóloga de la Universidad de Antioquia, Sandra Turbay. Ella había conocido a Karagabí en 1997, durante una investigación sobre el impacto de las explotaciones madereras en Chajeradó, que ganó el Premio Nacional de Antropología. Sandra quería que escribiéramos un libro contando la vida de Karagabí. Yo me entusiasmé con la idea apenas me enteré de algunos pormenores de su historia: Karagabí había crecido en una pequeña finca ganadera que tenían sus padres en Alto Quiparadó. Cuando su madre, Maria Elisa Domicó, estaba en embarazo, una tía jaibaná, por envidia, le hizo un maleficio, y el niño que ella esperaba nació muerto. Luego, otro jaibaná hizo morir a Apolinar, el hermano más pequeño de Karagabí. Ana Rita, otra hermana, murió de tos ferina: la enfermó un jaibaná. El hermano que siguió, Honorio, también murió por un maleficio. A Margarita, una de las hermanas menores, otro jaibaná la mató del mismo modo cuando ella tenía un año y medio. De un total de catorce hijos, después de tantos maleficios y enfermedades, solamente quedaban vivos cinco.

Los hermanos más pequeños murieron cuando Karagabí todavía era muy niño. Su padre, Francisco Domicó, no quiso vengarse y prefirió abandonar la finca e irse a buscar tierra fresca en Ocaidó, una vereda de Urrao. Pero la familia no se sintió bien y un año después regresaron a Dabeiba. Allí estuvieron quince años. Y la muerte también volvió. Tres hermanos más murieron, esta vez de enfermedades comunes entre los embera como la tos ferina, el paludismo y la tuberculosis.

Para tratar de comprender esas muertes y proteger a su familia, a Karagabí le nació la idea de ser jaibaná. Cuando tenía siete años, Ofelia Carupia, una tía suya, lo llamó y empezó a prepararlo. Karagabí todavía recuerda las noches en que los dos amanecían cantando y haciendo trabajos de curación. Ella lo soplaba y le entregaba espíritus, aunque él no entendía casi nada. Luego, un tío, llamado Rafael Bailarín, le enseñó secretos soplando tabaco. El viejo cogía de la tierra una mata de tabaco, envolvía las hojas y empezaba a fumar despacio. Después lo soplaba a él. Rafael le enseñó a usar muchas flores: las de navidad, las de sol, la flor de mayo, la flor de la loquera. También le enseñó a curar con muchos bejucos y plantas de la selva. Cuando Karagabí le preguntaba cómo los jaibanás curaban a los enfermos, Rafael le respondía: “Nosotros trabajamos con el espíritu del mundo, de la naturaleza, con el espíritu de la luna, del agua, del sol, del viento, del trueno…”. En la tradición de los jaibanás, el que sabe da un poder, entrega un espíritu o lo regala, y éste queda en el cuerpo del aprendiz de chamán, acompañándolo. Con su tío, Karagabí recogió muchos espíritus.

Un día, en Dabeiba, conoció a Aura, una mujer embera, muy guapa y muy inteligente, que andaba divorciada porque le pegaba al marido. En castigo, el cabildo indígena la había metido al calabozo. Karagabí no sabe cómo hizo ella para conseguir las llaves de la celda. Aura entraba y salía cuando no había guardia y nadie la veía. Una noche lo invitó a dormir al calabozo y él decidió quedarse encarcelado con ella varios días más. Cuando Aura cumplió la pena, los dos se fueron a vivir juntos. Con el paso del tiempo, empezaron a pelear. Una vez se fueron hasta los puños. A pesar de que se reconciliaron, ella lo denunció ante el cabildo y Karagabí fue a parar a la cárcel. Estando preso, la muchacha le hizo un maleficio y él quedó loco por ella, pero loco de verdad. Entonces él se dio cuenta de que ella era jaibaná. Al final, con la mediación de las autoridades indígenas, Aura tuvo que hacer un benecuá para curarlo. Compraron aguardiente, cigarrillos, albahaca y las demás cosas necesarias para la ceremonia y trasnocharon trabajando. Aura consiguió un trapo blanco, lo sobó por todo el cuerpo y le hizo otro montón de cosas. En dos días, él le dijo adiós para siempre.

Yo no soy antropólogo, ni creo en brujerías. Soy periodista. Me dedico a escribir crónicas, reportajes, perfiles. Y llevo más de treinta años recorriendo mi país, escuchando a la gente y contando historias. A lo largo de ese tiempo la vida me ha enseñado que la ciencia mide con atención lo visible, pero a veces desprecia lo invisible. Por eso me apasioné por la historia de este hombre que estaba buscando una verdad sin la cual ya no podía vivir. Pero enseguida me pregunté qué camino seguir para llegar hasta el fondo de su alma. Hablamos por primera vez un viernes por la noche, en Medellín, lejos de sus selvas. Yo estaba nervioso. Karagabí me dijo: “Quiero pasear”. Subimos al Cerro Nutibara a mirar la ciudad. “Quiero una cerveza”, dijo. Y luego: “Quiero oír vallenatos”. Hablamos un rato. Ningún tema importante. De pronto, dijo: “Quiero oír rancheras”. Buscamos un lugar. Se tomó un par de aguardientes, callado. Lo invité a dormir en mi casa. Esa noche, mientras trataba de conciliar el sueño, recordé un viejo libro de Henry Miller. Decía que para obrar intuitivamente hay que obedecer a la ley profunda del corazón, una ley que soporta o permite que las cosas sean como son. Una ley que nunca se confunde, nunca restringe, nunca rechaza, nunca exige. A la mañana siguiente, cuando me levanté, Karagabí ya estaba sentado en la sala. Se había bañado y parecía listo para irse. Miraba la ventana que daba a la calle, en silencio. Lo saludé, le pregunté si quería tomarse un café y hablamos un rato. De pronto me preguntó: “¿Usted soñó conmigo anoche?”. Yo, desconcertado, traté de recordar. Y en medio de las caras que iban y venían por las galerías de mi cerebro, flotando en medio del sueño, vi su cara morena. Estábamos en el Cerro Nutibara mirando la ciudad. Estábamos en Cielito Lindo oyendo música mexicana. Su piel brillaba. Estaba sudando. Hablaba una lengua que yo no comprendía. “Sí, soñé con vos” le dije un poco sorprendido. “Entonces sí podemos escribir el libro” dijo Karagabí con una sonrisa.

 

Y la historia sigue, pueden encontrarla entre las páginas 161-190 de un libro con acceso público gracias a la Universidad Javeriana: http://bit.ly/2DicLPD

 


*Juan José Hoyos. Medellín, 1953. Escritor y periodista egresado de la Universidad de Antioquia. Ha sido corresponsal del periódico El Tiempo, de Bogotá. Fue director de la Revista Universidad de Antioquia. Ha publicado las novelas Tuyo es mi corazón (1984) y El cielo que perdimos (1990). También tres libros de reportajes y crónicas: “Sentir que es un soplo la vida” (1994), “El oro y la sangre” (1994) y ·Viendo caer las flores de los guayacanes” (2006). Con “El oro y la sangre” ganó el Premio Nacional de Periodismo Germán Arciniegas. Es coautor de los libros “Janyama”. “Un aprendiz de jaibaná” (2002), “Años de fuego” (2001) y “Lo mejor del periodismo en América Latina”. Premio Nuevo Periodismo (Fondo de Cultura Económica, México, 2006). Ha realizado algunas investigaciones sobre el reportaje en Colombia. Una de ellas es “Un pionero del reportaje en Colombia. Francisco de Paula Muñoz y El crimen de Aguacatal” (2002). También es autor del libro “Escribiendo historias. El arte y el oficio de narrar en el periodismo” (2003) y de “El Libro de la vida” (2006) una selección de crónicas publicadas en las revistas Número y El Malpensante, de Bogotá, y en los periódicos El Tiempo y El Colombiano, de Medellín. En 1987 participó como escritor invitado en el International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos.