“Duarte, el priista perfecto”: fragmento del libro periodístico

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Prólogo

DANIEL MORENO

La historia que están a punto de leer no tiene un final feliz.

Claro, ver al exgobernador Javier Duarte arrestado —después de meses de huir de un lado a otro— nos ha sacado una sonrisa a todos. Pero no es suficiente.

Duarte gozó de su poder casi seis años, sin ningún obstáculo y a pesar de todas las denuncias que había en su contra casi desde el primer día de su gestión; sus principales cómplices siguen libres; su familia disfruta de su nueva residencia en Europa; sus padrinos políticos no han pagado ningún costo; el dinero defraudado no ha sido devuelto y el político veracruzano ni siquiera va a pagar por todos los delitos que cometió.

Tampoco tenemos garantías de que un caso así no volverá a repetirse.

Quizá por eso el veracruzano no perdió la sonrisa el 15 de abril de 2017, cuando fue detenido en Guatemala.

La historia

Aun así, Javier Duarte está en la cárcel. Y el periodismo jugó un papel clave en su caída.

El caso detonó el 23 de mayo de 2016, cuando Animal Político publicó la primera entrega de un amplio reportaje sobre los desvíos de recursos en el gobierno veracruzano. Esa primera parte se tituló “Desaparece el gobierno de Veracruz 645 millones de pesos; entrega el dinero a empresas fantasma”.

Contratos, facturas y registros públicos, obtenidos por los periodistas Arturo Ángel y Víctor Hugo Arteaga, demostraban que Javier Duarte había utilizado un burdo mecanismo para el desvío de recursos públicos que podía resumirse en unas cuantas líneas: empresas sin oficinas ni empleados recibían recursos públicos —originalmente destinados para los más pobres— a cambio de bienes y servicios que nunca se entregaban. Los socios en realidad eran prestanombres y el dinero terminaba en las cuentas bancarias de los propios funcionarios veracruzanos, que lo empleaban —se supo más tarde— para comprar casas en Estados Unidos, ranchos en México y hasta para cumplirse caprichos personales, como alimentar una cuadra de caballos purasangre.

La investigación había iniciado un año antes, cuando el propio Arteaga llegó a la redacción de Animal Político para mostrar los primeros documentos que sostendrían la investigación y que él había obtenido, gracias a las leyes de transparencia, a partir de la denuncia de un empresario local.

Cuando se publicó el reportaje, Duarte tenía ya más de cinco años al frente de un gobierno marcado por la corrupción, la violencia y la ineficiencia: periodistas asesinados y sus casos impunes; grupos delictivos adueñados de la plaza; denuncias penales presentadas por la Auditoría Superior de la Federación (ASF), responsable de verificar el buen uso de los recursos públicos; compraventa de políticos locales de “oposición”, que optaban por el silencio y la complicidad… Pero faltaba documentarlo sin lugar a dudas.

Arturo Ángel fue el reportero asignado para profundizar la investigación y trabajar con Arteaga. Durante un año Arturo revisó los gastos de las secretarías de Educación, Desarrollo Social y Protección Civil, que habían empleado recursos para supuestamente atender a damnificados por los fenómenos naturales o para combatir la pobreza.

Arturo hizo crecer la lista original de casos denunciados, y seleccionó y obtuvo un total de 73 contratos que repetían el modus operandi: adjudicaciones directas y licitaciones cerradas en las que siempre participaban las mismas empresas y que se alternaban en la obtención de esos contratos.

El siguiente paso fue verificar dónde estaban las empresas, por qué ganaban siempre y quiénes eran los propietarios. Arturo recurrió a los puntos básicos del periodismo: preguntar, investigar, contrastar.

La investigación periodística permitió probar que las empresas no existían. Sus direcciones oficiales estaban en terrenos baldíos o en casas particulares, asentadas en colonias populares, cuyos propietarios nunca habían escuchado hablar de ellas ni habían obtenido ningún beneficio por las operaciones comerciales fraudulentas.

Las historias de los supuestos dueños de las empresas resultaron francamente dolorosas. Quizá el caso más significativo fue el de Concepción Escobar, una mujer de 65 años que fue engañada para firmar como socia de una empresa, a cambio de la promesa de que recibiría ayuda para operarse los ojos y con ello eliminar las cataratas que le impedían ver hasta las escrituras que un notario público le pidió firmar para formalizar la constitución de una empresa. Ella y su hijo, que vivían en una colonia popular del puerto de Veracruz, devinieron “propietarios” de dos empresas que habían ganado contratos por 180 millones de pesos. El reportaje, que fue acompañado con fotografías, audios, videos y documentos, era inobjetable.

Conocidas las pruebas, incluso el Servicio de Administración Tributaria (SAT) del gobierno federal confirmó las irregularidades y su propia investigación permitió establecer que los desvíos se extendían a otras dependencias del mismo gobierno veracruzano, por lo que el fraude podría ascender a 3 mil millones de pesos, sólo con este modus operandi.

La respuesta del gobierno de Javier Duarte fue amedrentar. A Víctor Hugo Arteaga lo amenazaron funcionarios de primer nivel del gobierno veracruzano, que le exigieron que saliera a desmentir su propia investigación. Pasaron cuatro meses, el tiempo que transcurrió entre la publicación del reportaje y la solicitud de licencia de Duarte al cargo de gobernador, para que Arteaga pudiera hacer públicas estas amenazas que pusieron en riesgo su vida y la de su familia, como se informó en Animal Político.

Pero es lo único que pudo hacer el gobierno de Duarte, porque no logró aportar una sola prueba que desmintiera la información publicada. A partir de ahí siguieron más datos e investigaciones, que documentaron más desvíos e involucraban a casi todo su gabinete y a su propia familia.

El 5 de junio de 2016 el partido de Javier Duarte perdió la elección para gobernador de Veracruz. Peor todavía, el triunfo le correspondió a Miguel Ángel Yunes, enemigo político del gobernador y quien había basado buena parte de su campaña en la promesa de que encarcelaría a su antecesor.

La caída

En México, probar que un político es corrupto no implica que habrá una consecuencia legal contra el acusado. Y menos contra sus cómplices.

Un ejemplo: desde el 1° de diciembre de 2012, día en que arrancó el sexenio de Enrique Peña Nieto, hasta el 31 de agosto de 2017, la ASF, responsable de supervisar el buen uso de los recursos públicos, presentó más de 250 denuncias penales en contra de funcionarios públicos federales por desvíos de recursos. Ni una ha prosperado.

Otro: entre 2001 y 2016 la misma Auditoría había reportado que no se sabía para qué fueron destinados 214 mil millones de pesos —unos 12 mil millones de dólares— de recursos públicos. Y nadie ha pagado por ello.

Y hay muchos ejemplos más, con funcionarios de todos los niveles. Dos de los más sonados: el presidente y el secretario de Hacienda obtuvieron una casa gracias al apoyo de un contratista del propio gobierno. Y en ningún caso hubo consecuencias legales. Como menciona Arturo más adelante, nada ha pasado con los presuntos sobornos de Odebrecht, que en otros países han llevado a la cárcel a presidentes.

Si en casos así no pasa nada, imaginen en otros considerados minucias, como usar bienes públicos para beneficio privado. Un botón de muestra: el director de Pemex usaba el helicóptero de la empresa del Estado como transporte familiar para irse de vacaciones. Obvio, no pasó nada.

Los periodistas, en particular, tenemos claro que documentar un caso de corrupción puede olvidarse pronto. Con base en el periodismo se han documentado literalemente cientos de casos de corrupción y abuso de poder, sin consecuencias. Al fin que mañana habrá un nuevo escándalo que mande al olvido el de ayer.

Ver caer al denunciado, por tanto, es la excepción de la regla.

Lo común es el silencio y la omisión de la autoridad y, si bien te va, lo mejor que puedes conseguir es el discurso de algún funcionario diciendo que lo documentado “será investigado por las instancias oficiales, caiga quien caiga”; promesa que pronto quedará en el olvido.

Ni siquiera está garantizada una sanción social. Habituado a la corrupción de la clase política, el ciudadano no necesariamente castiga. Asume, con frecuencia, que la corrupción es consustancial a la actividad política y que, como no puede pedir honestidad, lo único que puede exigirle a un funcionario es que “al menos haga algo” por sus votantes.

En el caso de Veracruz, por supuesto, la denuncia periodística fue clave. Pero no suficiente. Tuvieron que sumarse más factores: el partido de Javier Duarte fue derrotado en los comicios para elegir a su sucesor en la gubernatura, se revelaron compras indiscriminadas de bienes inmuebles por parte de funcionarios veracruzanos, el gobernador perdió el respaldo político de sus principales aliados, el caso tuvo resonancia internacional, el número de periodistas asesinados llegó a niveles nunca vistos y obligó a todos a posar la mirada en el gobierno del estado…

Y sobre todo, la presión social se volvió insoportable para Peña Nieto, que decidió perseguir a su amigo veracruzano cuando el propio presidente se encontraba en su punto más bajo de popularidad en todas las encuestas. Sólo así cayó Javier Duarte.

Había razones claras para ello. En septiembre de 2017 un reportaje de Animal Político titulado “La estafa maestra” documentó que secretarías de Estado del gobierno federal también contrataban empresas fantasma y que los montos defraudados harían palidecer a Duarte.

Pero ahí no hubo consecuencias penales. Un ejemplo claro de que castigar la corrupción depende de la voluntad política del gobernante en turno.

Final (casi) feliz

Por eso, como escribía al principio, ésta no es una historia con final feliz. Porque el gran valor del trabajo de Arturo Ángel es que no se quedó en la investigación sobre las empresas fantasma, sino que fue más allá y ha logrado documentar cómo Javier Duarte desvió recursos públicos en cada día de su mandato, que no hubo partida presupuestal que respetara, que no se salvó ningún programa social o cultural, todos los cuales terminaron siendo pretexto para que los usara en beneficio propio, de su familia o de sus cómplices. Y que se lo permitieron el gobierno federal y sus cómplices locales.